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el cajón de las metáforas

Mediados de junio, unos pocos días de relax. Nuestras primeras vacaciones en años. No he terminado todavía los tortuosos trabajos del máster, pero no puedo esperar más, necesito un paréntesis, un sorbo de fuerzas para afrontar el último esfuerzo con ganas. Aire puro, montañas, vaquitas, rayos de sol, qué más puedo pedir, agua, pues toma agua, tras pasear y corretear por un prade verde, rodar por la ladera de la montaña entre flores y mariposas, cuando empiezo a entrar en comunión con la naturaleza y el mundo, hundo ambos pies en el agua enfangada de un pequeño riachuelo cobijado por altas hierbas silvestres que me despierta del bucólico sueño, y me hace descender de la montaña como si me persiguiera el diablo, intentando disimular al pasar ante lugareños, pero mis bambas, chorreantes y antes blancas, llaman mucho la atención.

Es el primer día. Tengo que volver a la montaña, hemos venido a eso, y no tengo más que unas sandalias. Planto las bambas en la pica del lavabo. Está el fango reseco, ha empapado todo el interior, no sé ni por donde empezar. Es desolador. Suspiro y me miro al espejo, cuando de repente, veo en la esquina inferior del espejo, el reflejo de mi solución. Hay.. una lavadora. Já.

En un primer momento pienso, no hombre no, estás de coña, con los antecedentes que tienes. Vuelvo a mirar a la pica, a esa imagen desoladora, y de reojo, sigo observando la lavadora: parece bastante vieja, sólo tiene un botón. Uno. Sopesándolo bien, en el pasado han ocurrido accidentes, sería mucha casualidad que volviera a suceder algo extraño o desafortunado. No creo que me vaya a pasar otra vez. Ya sería de broma. Le llamo y se lo comento. Él siempre es muy optimista. Me dice que le parece una buena idea, y que de paso podríamos poner los pantalones, también enfangados hasta media pierna. Me convence, aunque no mitiga mis miedos. Le pido que aprete el botón, no quiero cargar otra vez con esa responsabilidad. ¿Y qué programa ponemos? Le susurro lo que me parece el programa más agresivo, de 60 grados, que se acompaña del dibujito de una camiseta con dos manchurrones. Ojalá sólo fueran dos manchurrones. Le da él al botón y la lavadora empieza a funcionar. Río en mis adentros con una risa malévola, me siento poderosa: creo que he conseguido esquivar el maleficio de las lavadoras. Las bambas retumban con fuerza en el tambor de la lavadora, que se cubre de un manto jabonoso. 

Pasa una hora. Dos. La lavadora ha dejado de dar vueltas. Quizás ha terminado ya. Tiene toda la pinta. Pero las bambas están flotando: flotando en agua. Ese agua no debería estar ahí. Pero no tiene pinta de evaporarse. Ya empiezan esos sudores fríos. Le llamo. Qué hacemos. Pues habrá que abrir. Genial. Vale, tu abres rápido y yo sujeto un cubo debajo a aver si consigo coger el agua. Allá vamos: por por más ágil que intento ser en mis movimientos, el agua cae como una cascada en todas direcciones, no sé como parar esta hemorragia, muevo el cubo a todos lados y no sé cómo ponerlo para pillar algo. Él intenta atrapar las bambas, pero el espacio es reducido, nos molestamos el uno al otro y ninguno hace bien su cometido. Calma. Tenemos ya las bambas y los pantalones en nuestras manos. Están totalmente enjabonados. Y en la lavadora todavía hay agua, la que no llega a la puerta. ¿Y si volvemos a intentarlo, con un programita de aclarado? Total, ya estamos empapados, el agua sale del baño y asoma feliz y desbocada por el pasillo, y hay que hacer algo con la que queda en la lavadora: ¿porqué no meterle más, a ver si empuja a la de antes? Es desesperante. Yo no sé porqué nos pasan siempre estas cosas. Tres diítas que salimos de casa. Venga, que no decaigan los ánimos, que son nuestras vacaciones. Volvemos a introducir los tejanos y las bambas en la lavadora. Cruzamos los dedos y ponemos lo que creemos, anhelamos, que sea el programa de enjuagado, un icono con dos gotitas. Es nuestra última opción, ya no se nos ocurre nada más que hacer, y aquí no tenemos cobertura para conectarnos a internet o llamar. Además me niego en redondo, ya hemos llamado varias veces para preguntar cómo encender la bombona de gas, el calentador y el horno, parecemos corquis, necesitamos asistencia para tirar del váter. Pero nos queda un poco de orgullo, y quiero seguir ocultando mi problema con las lavadoras. No voy a reconocerlo jamás fuera de este blog. Le damos al botón, al único botón posible, y la lavadora empieza a llenarse de agua de nuevo, nos vamos para no verlo. Son más de las doce de la noche, estamos cansados y apenas tenemos unos pocos canales de televisión para distraernos. Hay que aguantar. Un ratito después, la lavadora deja de sonar. Nos miramos: ha llegado el momento. Nos asomamos, temerosos, como si la lavadora nos fuera a atacar. Parece que esta vez se ha tragado el agua, y la ropa aparenta estar aclarada. Suspiramos, aliviados.

Las vacaciones continúan sin más percances, visitamos Ávila, Toledo, Salamanca. Hace un calor tremendo, pero vamos a un ritmo tranquilo, improvisado, paramos el coche en desérticas carreteras para fotografiar el paisaje, una culebra. Saboreo cada paso, cada mordisco o cada sorbo, no hay prisas, no estoy acostumbrada a esta calma y me encanta. A veces me asaltan remordimientos porque todavía me quedan importantes trabajos pendientes y no sé si podré dedicarles suficiente tiempo a la vuelta, pero intento distraerme y evadirme. En mis adentros pienso incluso que quizás debería haber pospuesto el viaje a cuando hubiera terminado todo, para experimentar una sensación completa de libertad y descanso. Pero por suerte no lo hice: el día que entregué el último trabajo, le llamaron para ir a trabajar al extranjero, y se esfumó toda posibilidad de viajar. Además conseguí cumplir plazos, y sacar un buen rendimiento, por lo que me siento muy satisfecha de no haber esperado un momento ideal que no habría llegado.

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