Blogia
el cajón de las metáforas

Me da miedo conducir. Siempre me ha dado respeto y he temido, por mi forma de ser despistada y mi dificultad para calcular distancias, chocar con otro coche. Me generan especial ansiedad las vías de varios carriles y grandes rotondas con tráfico intenso y el aparcamiento en general. Pero hay algo que odio especialmente: el arranque en subida. Me da pánico. Sé que por alguna extraña razón no voy a coordinar los pies y me voy a quedar clavada, cuando no descendiendo a golpecitos, mientras la gente me pita impaciente y observa atónita mi peligroso acercamiento, recordando con cariño mi familia, mi sexo y probablemente el color de mi pelo.

Como licenciada en psicología, conozco el funcionamiento del miedo. Sé como empieza, se generaliza y se perpetúa, y también sé cómo debería enfrentarme a ello. Pero también sé toda la retahíla de excusas y recursos de los fóbicos para evitar enfrentarse a su miedo, y hasta hoy he conseguido eludir los trances más complicados con estratagemas más o menos sofisticadas: con lo caros que son los peajes, con lo peligrosas y cansinas que son las costas del Garraf, con lo difícil que es encontrar aparcamiento, con lo caros que son los párquings y zonas azules/verdes, con lo a gustito que se va en el tren, que puedes además estudiar o dormir, hoy llevo tacones y son incómodos, estas sandalias planas también son incómodas, si es que no tengo el seguro a mi nombre, si es que aunque tengo el seguro a mi nombre, no está a todo riesgo, es que quiero beber alcohol... Y podría seguir, pero tampoco os voy a enseñar todas mis cartitas. 

Pero hoy él me necesitaba. Tenía que acompañarle a buscar su nuevo coche y traerlo de vuelta mientras él llevaba el coche de su padre. Te recuerdo con frecuencia lo que me molesta, lo que desearía que cambiaras o mejoraras, y seguiré haciéndolo con ahínco, pero hoy debo reconocer que tu apoyo incondicional, tu confianza en mí, tu firmeza en que podía hacerlo, me ha sorprendido y me ha llegado al corazón. Que alguien confíe en ti más que tú mismo, es algo a agradecer. En resumen, en una pequeña cuesta en una salida de las rondas de Barcelona, se nos ha puesto el semáforo en rojo, se me ha colado una furgoneta (intentaba ir pegadita al coche de su padre, porque aunque parte del trayecto lo he hecho cientos de veces, desde la posición del conductor toma una perspectiva distinta, cambia el entorno y desaparecen misteriosamente carteles y señales) y obviamente se me ha calado el coche. Tranquilita, he pensado. Tú puedes. Pero no arranca: pongo los warnings, gesticulo a lo loco a través de la ventana intentando llamar la atención de él, le digo a gritos que no arranca y empieza a formarse una importante cola detrás de mí de impacientes conductores que me pitan e intentan transmitirme mensajes de ánimo, a su manera. Él aparca y viene corriendo a socorrerme, yo no sé cómo he conseguido encender el motor, aunque huele a embrague chamuscado. Me intenta calmar, y me anima a que continue. Yo le pido acabar con esto, cógelo tú, llamemos a tu padre y que conduzca él el otro coche. Él repite mi petición, en forma de pregunta, pero se responde a sí mismo con una de mis más repetitivas lecciones de psicología, que ahora me devuelve como un boomerang directo a un ojo: escapar de lo que da miedo es reforzamiento negativo, y lo perpetúa. Vamos, me dice. Puedes hacerlo, te espero allí, ponte detrás de mí. Me insufla esperanzas, me vengo arriba, muy arriba, y el coche también: supero la cuesta, veo su coche, pero no paro, para quéee, sigo sola, sin saber muy bien porqué, acelero sin darme cuenta ante un semáforo en ámbar, agotando la última posibilidad de que mi atónito chico me alcance, que me ha visto pasar de largo y salir disparada, pero yo necesito resarcirme: ahora creo que puedo con todo: no me queda otra que llegar sola a casa y erigirme la heroína del día, pero enseguida me percato que he me pasado veinte calles de la que tenía que girar y ya no sé cómo volver. Por suerte encuentro una gasolinera y paro para llamarle, el pobre alucina en colores, pero viene otra vez al rescate, con cariño, sin reproches. Me abraza, me dice que lo he hecho muy bien. Esta vez me coloco detrás suyo y le sigo de cerca, aún así se me colan otra vez en un semáforo rojo en una cuesta. Otra vez la misma situación. Me late el corazón a cien. Veo aparecer su brazo por la ventanilla, haciendo un gesto de fuerza, su fuerza me llega: arranco sin problemas, llegamos sin más percances a su casa, donde me vuelve a abrazar con cariño, me dice que soy una campeona. No quiero saber qué campeonato he ganado, pero agradezco mucho su temple, su afecto, su esfuerzo por entenderme y ayudarme, a superar mis miedos: sé lo estúpido que suenan para los demás, para los que saben y disfrutan al conducir, y por ello valoro mucho que hoy hayas propiciado todo esto, y que por primera vez, no hayas permitido que me saliera con la mía y mi reforzamiento negativo.

0 comentarios