Blogia
el cajón de las metáforas

Todavía no puedo escribirte el post que me hubiera gustado leerte el día que te despedimos. Me siento embotada, con un nudo en la garganta que impide que broten las palabras de dentro de mi corazón. La rabia se ha apoderado de mí y hasta que no la libere no emergerá la auténtica tristeza que siento por no poder volver a verte, a decirte que te quiero.

Siento tanta impotencia y frustración por no haber podido luchar contra el sistema que te ha mantenido preso y alejado de nosotros, suspuestamente para protegerte, ese mismo sistema que te ha condenado a un devastador deterioro físico, a contagiarte dos veces del maldito virus sin que pudiéramos hacer nada. NADA. No sabes cuantas veces he soñado que encontraba la manera de sacarte de allí y traerte a casa, que te salvábamos de ese infierno. Conseguimos trasladarte de centro y pensé que todo sería diferente, que empezarías a reponerte, que si aguantabas un poco más podríamos estar juntos de nuevo, pero otra vez nos topamos con las negligencias y la incompetencia y tu cuerpo ya no pudo más. Demasiado hiciste por aferrarte a la vida, has sido un guerrero. Me han robado diez meses de besos y abrazos, de sonrisas sinceras. De que pudieras conocer a tu nieto, de haceros una foto para inmortalizar ese momento. 

Mi último recuerdo, sosteniendo tu mano, sintiendo tu calidez. La apreté fuerte, porque no quería que te fueras sin haber sentido una vez más nuestro cariño, quería que supieras que siempre estuvo ahí, aunque nos disanciaran por un protocolo inhumano y cruel. 

Estos meses han sido tan horribles. Y lo que nos hubiera quedado por delante. Esto si que ya no era vida para ti, porque nosotros éramos tu vida, tu alegría, el mejor momento del día en que volvíamos a estar en familia. Nos pusieron pantallas, mascarillas y una absurda distancia que impedía ese contacto que tanto necesitábamos: podría decir que eras tú el que lo necesitaba, pero la realidad es que a mí también me reconfortaba y me hacía feliz. 

Cada día, mientras me ducho, aprovecho para llorarte en la intimidad. Me reservo ese ratito para soltar el dolor y que el agua se lleve las lágrimas que contengo durante el día. Me cuesta tanto aceptar este final después de tanto luchar por tu bienestar. Sé que no hemos podido dar y hacer más, que almenos pudimos despedirte, hacerlo a nuestra manera, juntos los cuatro como siempre, sin parafernalias de misas y sermones, como tú hubieras querido. Pero duele, porque merecías mucho más. Te echo tanto de menos, papá.

0 comentarios